En el Bajo Atrato chocoano conviven desde tiempos ancestrales comunidades negras con pueblos indígenas. Cuando el Estado colombiano les reconoció a cada pueblo étnico la propiedad sobre sus territorios colectivos, no precisó dónde empezaba uno y donde terminaba el otro. Eso ha causado una controversia entre los dos pueblos que sufren igualmente bajo el fuego de grupos violentos.
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En la profundidad de la manigua chocoana, justo donde las aguas de los ríos Truandó y Salado se unen para formar una planicie de la que brotan caobos, amargos, teca, cedros, robles, maizales, plataneras y arrozales, por donde se pasean libremente babillas, jabalíes, iguanas, guacharacos, colibríes y otros tantos animales más, viven poco más de 300 indígenas pertenecientes al resguardo Peñas Blancas-Río Truandó, del pueblo Emberá-Dobidá.
Dicho punto se conoce como La Teresita. Allí, los viejos, los jóvenes, los hombres, las mujeres y los niños hablan en su lengua nativa, cubren sus cuerpos con pintura, pescan y cazan para alimentarse, cocinan con leña y viven en asentamientos palafíticos. Son, en efecto, “Hombres de Río”, traducción castellana de la palabra Emberá-Dobidá (Epera Dobidá), pues su cultura y sus modos de vida están organizados en torno a los grandes afluentes que serpentean las selvas del Bajo Atrato. Llegar a la cabecera municipal más cercana, Riosucio, Chocó, toma tres horas y media si se cuenta con una lancha con buen motor fuera de borda. De lo contrario, es una travesía de más de cinco horas remando las imponentes aguas del río Truandó.
Llegaron allí en enero de 2019. Antes, durante décadas, esta comunidad habitó el sitio conocido como El Salto, a un día más de camino aguas arriba del río Truandó, donde la tierra era tan mala que “uno tenía que arrancar piedras para poder sembrar un plátano”, tal como cuenta Luciano*, nativo de mediana estatura, pómulos pronunciados y pelo negro azabache. “Eso allá era muy lejos. Allá se nos morían los niños por enfermedades, se nos morían mujeres en embarazo, mucho indio por picadura de culebra, porque era muy difícil llevarlos a un hospital, por lejos”.
Aunque las autoridades del resguardo llevaban tiempo meditando la decisión del traslado, finalmente fue la guerra la que los empujó a mudarse. “Mucho enfrentamiento, mucho. Este año que pasó (2018) se nos murió una niña, por el conflicto armado entre este grupo de los de aquí abajo (las Autodefensas Gaitanistas de Colombia) y la guerrilla del Eln. En ese momento no pudimos resistir más y entonces dijimos: ‘Nos vamos’”, recuerda Luciano, de eso hace un año ya.
Desplazamiento y reubicación
Los excombatientes del Frente 57 de la extinta guerrilla de las Farc se concentraron en Brisas, zona rural del municipio de Riosucio, para dejar sus armas y empezar su nueva vida en paz, el 31 de enero de 2017. No alcanzaron a salir los guerrilleros, cuando llegaron el Eln y las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (Agc) con una nueva ofensiva. Unos y otros tienen la intención de copar un vasto territorio, que va desde el Bajo Atrato chocoano hasta las costas del Pacífico, afectando a los poblados de Juradó, Bahía Solano y Nuquí. Controlar ese corredor, donde abundan caños, riachuelos, ríos y ciénagas, le significaría a cualquier grupo armado la posibilidad de mover drogas, armas, pertrechos, tropas entre el Pacífico y el Bajo Atrato y de ahí al Urabá antioqueño, en el océano Atlántico.
Desde 2014, los ‘gaitanistas’ han venido haciéndose fuertes en las cabeceras municipales de Unguía, Riosucio, Bojayá, Vigía del Fuerte y Murindó, según lo constató un informe sobre desplazamiento forzado de los habitantes de esos pueblos realizado por la Defensoría del Pueblo. Dice el documento que las Agc quieren remontar las aguas de los ríos Atrato, Salaquí, Truandó, Cacarica y Domingodó para cortarle el avance a la guerrilla del Eln, desde los límites del municipio de Juradó con dirección al río Atrato.
Dice la Defensoría del Pueblo que la confrontación entre estos dos grupos armados ha restringido los viajes por río de día y de noche; ha dejado confinados a habitantes de resguardos y territorios colectivos asentados a lo largo de las cuencas; ha forzado a muchos a desplazarse y ha traído amenazas contra líderes de comunidades negras e indígenas que han resistido la presión violenta.
Fueron 12 los episodios de desplazamiento forzados en Chocó en 2018 en los cuales 1.557 personas dejaron sus hogares huyendo de este enfrentamiento, según lo registró la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). Para tener una idea de la magnitud de este flagelo, en ese año hubo en Colombia 90 eventos de desplazamiento forzado masivo que afectaron a 30.517 personas. Los municipios chocoanos más afectados fueron Riosucio, Bagadó, Carmen del Darién y Bajo Baudó. Entre estas familias que salieron a la fuerza estaban las 25 de la etnia Emberá-Dobidá, quienes escaparon de El Salto hasta la cabecera municipal de Riosucio los primeros días de octubre de 2018.
“De ahí fue cuando decidimos trasladarnos”, cuenta Luciano. “Pero en ese momento quedaron allá (en El Salto) unas familias confinadas porque los grupos armados siembran minas en los caminos, no dejan transitar por el río. Ya este año fue que pudimos reubicarnos, los que estábamos desplazados y los que estaban confinados”.
La llegada a La Teresita le significó a la comunidad Emberá-Dobidá contar con tierras para cultivar algunas matas de besoy (cómo ellos llaman al maíz) y plátano y un sitio más seguro para vivir.
Pero también representó avivar una vieja y agria discusión que han sostenido durante años con sus vecinos: las comunidades negras del consejo comunitario Truandó Medio.
“Hace muchos años tenemos una discusión, porque ellos (los afros) dicen que aquí donde estamos es de ellos; se les metió en la cabeza que es de ellos. Pero, para nosotros, está claro en la Resolución que esto pertenece al resguardo, que es nuestro territorio”, asevera Luciano.
Tierra compartida
Mucho antes de que llegaran los españoles a tierras americanas, los indígenas de los pueblos Emberá (Katio, Chamí, Dobidá), Kunas, Chocoes y Wounnam eran los amos y señores de la región conocida como Darién, un territorio inhóspito y selvático que se extiende desde la provincia panameña conocida con el mismo nombre, hasta los pueblos ribereños que hoy conforman el Bajo Atrato chocoano. Con el arribo del conquistador Rodrigo de Bastidas, en 1500, comenzó el feroz sometimiento de los nativos por parte de los europeos, quienes los esclavizaron para que realizaran trabajos de toda índole, provocando miles de muertes.
Durante La Colonia, las riquezas minerales del suelo chocoano atrajeron españoles, ingleses y escoceses, contagiados de la “fiebre del Dorado”. Cuando comenzó a menguar la mano de obra indígena esclavizada, los europeos trajeron personas esclavizadas del occidente de África para someterlas a duras jornadas de trabajo en los puestos mineros sobre el río Atrato.
Como ocurrió en otras regiones del país, en Chocó los africanos esclavizados también protagonizaron rebeliones y revueltas. Muchos consiguieron crear poblaciones libres, conocidas como palenques, en medio de la selva. Así, entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX, erigieron palenques en Tadó, a lo largo de la cuenca del río Baudó y a orillas del río Murrí, en límites con el departamento de Antioquia.
La independencia de las colonias americanas durante la primera mitad del siglo XIX también supuso la abolición de la esclavitud en el Nuevo Mundo. En Colombia, mediante la Ley de Manumisión, promulgada el 21 de mayo de 1851, pero vigente desde el 1 de enero de 1852, los negros fueron declarados oficialmente libres. Así, fueron formándose comunidades en Chocó en torno a los enclaves mineros, que luego devinieron en pueblos.
Durante el transcurso del siglo XX, Chocó, que primero formó parte del departamento de Cauca (1821); luego integró el Estado Soberano del Cauca (1858); se convirtió en Intendencia (1909) y posteriormente adquirió la condición de departamento mediante la Ley 13 del 3 de noviembre de 1947, estaba poblado por varias etnias indígenas, descendientes de quienes sobrevivieron la Conquista y La Colonia, y por los descendientes de los africanos que habían sido traídos a estas tierras a la fuerza en cadenas.
Las comunidades negras se asentaron –en su gran mayoría- sobre tierras baldías a orillas de las cuencas de los caudalosos ríos que surcan el departamento. En cambio, gran parte de los indígenas vivían en las profundidades de la selva. Las dos comunidades desarrollaron un sentido colectivo de la propiedad.
Durante décadas, ambos pueblos étnicos demandaron del Estado ser reconocidos como ciudadanos colombianos, pero con identidades culturales propias que les dieran autonomía en sus territorios para educar a sus hijos en sus costumbres y lenguas, para ejercer la justicia como sus ancestros y desarrollar sus cultivos y vida económica en armonía con el medio ambiente. Lo primero que pedían para poder ejercer esa autonomía social y cultural, es que sus territorios colectivos fueran reconocidos, formalizados y legalizados por las entidades estatales.
Después de muchos años de luchas y sacrificios, estos pueblos fueron encontrando respuesta a sus demandas. Para muchos pueblos indígenas, el surgimiento del Estado colombiano implicó iniciar un nuevo proceso de reconocimiento, formalización y legalización de territorios colectivos creados durante La Colonia por la Corona Española y que se conocieron como resguardos. Una de las primeras comunidades indígenas chocoanas en recibir este reconocimiento por parte de las autoridades estatales fue Arquía, del pueblo Kuna, en Acandí. Mediante Resolución 261 de 1971, el desaparecido Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), les tituló un área de 2.343 hectáreas de tierra.
El primer resguardo del pueblo Emberá en recibir titulación de su territorio fue Jagual-Chintadó, en Carmen del Darién. A través de la Resolución 136 de 1980, el Incora les adjudicó un área de 40.835 hectáreas. Esta misma entidad le adjudicó, mediante Resolución 040 de 1992, a la comunidad Peñas Blancas, 58.180 hectáreas en jurisdicción del municipio de Riosucio. Ese mismo año, el Incora profirió las resoluciones 37 de 1992; 38 de 1992; y 39 de 1992, que a su vez otorgaban título colectivo a los resguardos Perancho (896 ha); La Raya (5.350 ha); y Yarumal-Barranco (5.030 ha), respectivamente.
Sin embargo, según Francisco Jumí, indígena alto, corpulento, afable, de español corto, pero preciso, “en esos títulos no quedó todo el territorio que ancestralmente ha sido nuestro y que siempre hemos trabajado”.
Jumí preside actualmente el Cabildo Mayor Indígena de la Zona del Bajo Atrato (Camizba), que agrupa ocho resguardos indígenas y 16 comunidades, las mismas que, afirma, “tienen problemas de linderos, de límites, principalmente con los consejos comunitarios”. Como las resoluciones del Incora no incluyeron todo el territorio solicitado por los indígenas, varios resguardos insistirán ante la Agencia Nacional de Tierras (ANT), que se les reconozca todo su territorio. “Van a solicitar ampliación Perancho, Yarumal-Barranco y Peñas Blancas-Río Truandó”, explica Jumí.
Este último resguardo constituye un caso paradigmático de esta situación. “El territorio del resguardo llega hasta Juradó, ese territorio ha sido nuestro y no está dentro del título. Allá tenemos cementerios, fincas que hemos trabajado, la medicina tradicional. Por eso, estamos pidiendo ampliación del resguardo”, dice por su parte Luciano, quien habla en representación de esta comunidad.
Peñas Blancas-Río Truandó también presenta un problema de linderos, pues “allí, en ese momento no se hizo el deslinde del territorio; es decir, no se establecieron bien los límites, no se instalaron bien los mojones y por eso los líos de ahora”, explica Luciano.
Luciano se refiere a que, por la falta de claridad de los linderos del territorio colectivo de su comunidad, el Estado luego le adjudicó al pueblo negro del consejo comunitario Truandó Medio un territorio colectivo que, según él, incluye tierras que son originarias de su resguardo. Este globo de tierras baldías de 35.992 hectáreas fue adjudicado al Consejo el 21 de diciembre de 2000, mediante Resolución 3366.
"Cuando salió la Ley 70 (de 1993), nosotros apoyamos para que a los compañeros afros les titularan el territorio. Pero ¡qué problema tenemos ahora por eso!" exclama Luciano.
Una ley necesaria
Reconocer el aporte de las comunidades negras del Pacífico colombiano en la construcción de Nación y país; proteger su diversidad cultural y sus prácticas ancestrales; garantizar su derecho a la igualdad, así como la participación autónoma en la toma de decisiones en todos los asuntos que los afectan, son los principios sobre los que se fundamenta la Ley 70 de 1993.
En su momento, el articulado fue visto como un gran logro para las comunidades negras que desde décadas atrás, pedían del Estado colombiano mayor acompañamiento, más presencia en sus territorios y, en fin, respeto por sus derechos. Muchos habían luchado intensamente, sacrificando incluso hasta la vida, para conseguir que el Estado y la sociedad les reconocieran derechos tan fundamentales como el de la libertad.
El Capítulo III de la Ley 70 hace referencia expresa al reconocimiento de la propiedad colectiva para comunidades negras del Pacífico colombiano. “El Estado adjudicará a las comunidades negras la propiedad colectiva sobre las áreas que comprendan las tierras baldías de las zonas rurales ribereñas de los ríos de la cuenca del Pacífico”, ordena la norma.
“Para recibir la propiedad colectiva”, reza el artículo 5 del mencionado capítulo, “cada comunidad formará un Consejo Comunitario como forma de administración interna”. Estos consejos comunitarios constituyen el principal órgano de gobierno autónomo de las comunidades negras en los territorios colectivos adjudicados. El artículo 7 define las tierras adjudicadas a las comunidades negras como inalienables, inembargables e imprescriptibles; es decir, que no serán objeto de ningún tipo de transacción comercial.
Aunque otro artículo, el 11, ordena específicamente a la entidad responsable (entonces era el Incora) expedir los actos administrativos para adjudicar las tierras a los Consejos Comunitarios en un plazo máximo improrrogable de 60 días, el Estado tomó siete años para empezar a cumplir la orden.
La falta de voluntad política de los gobiernos nacionales, la desidia institucional y las trabas burocráticas retrasaron las titulaciones. A la vuelta del siglo XXI, el conflicto armado entre guerrillas y el Estado y la expansión violenta del paramilitarismo en territorios de comunidades negras como el Bajo y Medio Atrato, el Baudó o la costa Pacífica tornó aún más difícil el proceso de titulación. La guerra forzó a más de 15 mil personas de esa región a desplazarse, según lo registró la Unidad de Fiscalías para la Justicia Transicional (antes Justicia y Paz). Varios líderes de los consejos fueron amenazados de muerte y tuvieron que salir, y a algunos los asesinaron.
Aún así, con todo en contra, el consejo comunitario de Comunidades Negras Truandó Medio, conformado por 150 familias, logró, a través de la Resolución 3366 del 21 de diciembre de 2000, que el Incora les titulara 35.992 hectáreas de tierra en el municipio de Riosucio, Chocó. Según se lee en el acto oficial, del territorio colectivo hacen parte las veredas La Teresita y Truandó Medio, que colindan con los resguardos indígenas Peñas Blancas-Río Truandó y Jagual Chintadó y los Consejos Comunitarios Clavellino, Los Delfines, Taparal y Quiparadó.
Actualmente, el consejo comunitario de Truandó Medio está integrado a la Asociación Campesina del Municipio de Riosucio (Acamuri), de la cual también hacen parte otros cinco consejos comunitarios que, según José Gil, quien fuera representante legal de Truandó Medio entre los años 2004-2013, “también tienen problemas de linderos y límites con los resguardos, como es el caso de Taparal, Cacarica y río Salaquí”.
“Es que cuando titularon los resguardos nosotros no teníamos título. Pero cuando salió la Ley 70 y comenzaron las titulaciones, ¿Qué hizo el Incora? Cogió todas las tierras baldías de la Nación que hay por lo menos en Riosucio y se las tituló a los negros. Entonces, aquí ya no hay tierra para más ampliaciones porque todo está titulado” José Gil.
El origen del problema, explica el dirigente afro, radica precisamente en actuaciones posteriores a las titulaciones de los consejos comunitarios hechas por el Incoder (que reemplazó al Incora en 2003), “como fue la ampliación que hicieron de (resguardo) Jagual Chintadó y del mismo Peñas Blancas, que la hicieron debajo de la mesa. ¿Por qué digo que debajo de la mesa? Porque no hubo ninguna concertación y entonces le ampliaron territorio a Jagual Chintadó pero quitándole territorio a (consejo comunitario) Taparal y a Truandó Medio. Eso fue, póngale usted, en el 2007-2008, cuando ya el Consejo Comunitario tenía su título”.
Así como para los indígenas del resguardo Peñas Blancas-Río Truandó, la resolución 3326 del Incora otorgó tierras al consejo comunitario Truandó Medio que ya les habían sido adjudicadas por la misma entidad al pueblo Emberá-Dobidá ocho años antes, para las comunidades negras es claro que su territorio comienza allí, en el punto conocido como La Teresita. “Ese punto es nuestra cabecera corregimental. Ahí es donde nosotros ubicamos nuestros puestos de votación. Ahí comienza Truandó Medio”, sostiene José Gil.
“Hasta ahora nosotros no hemos emprendido ninguna acción legal. Sólo hemos hecho reuniones y reuniones con nuestros hermanos indígenas, sin llegar a ningún acuerdo”, agrega el líder afro. Desde finales de 2018, el tema está en manos de la Agencia Nacional de Tierras y de la Dirección de Asuntos para Comunidades Negras del Ministerio del Interior.
Proceso sin expediente
Según Nury Martínez, abogada de la Comisión Colombiana de Juristas (CCJ), los gobiernos que crearon y titularon resguardos indígenas entre los años ochenta y noventa no los deslindaron con claridad; es decir, no hicieron un trazado exacto de por dónde iban sus límites, ni se pusieron mojones para marcarlos. “Por eso ahora todos estos líos que tienen resguardos como Peñas Blancas con el consejo comunitario Truandó Medio”, dice.
La CCJ es una organización no gubernamental que representa legalmente varias comunidades indígenas, entre ellas la comunidad del resguardo Peñas Blancas-Río Truandó, en sus solicitudes de protección de derechos territoriales.
Si bien los indígenas señalan que, por lo menos en el caso del resguardo Peñas Blancas-Río Truandó, ya habían radicado la solicitud de ampliación y deslinde ante la Agencia Nacional de Tierras (ANT), la abogada explica que “a la fecha, la Agencia ha manifestado que no cuenta con un expediente físico o electrónico que soporte la solicitud, al parecer por un extravío de los mismos y que, por tanto, respecto a este resguardo no se está surtiendo trámite alguno”.
“La Agencia Nacional de Tierras dice que no encuentra el expediente de esta comunidad”, explica la abogada, quien sostiene que solicitaron a esta entidad que les diera información del proceso, pero no les respondió. Por tal motivo, el pasado 6 de diciembre, la CCJ instauró una acción de tutela cuyo fallo se espera conocer en las primeras semanas de enero, cuando el sistema judicial retome actividades luego de sus vacaciones. Allí esperan obtener una respuesta sobre este caso y para que les informe acerca de otras demandas territoriales presentadas por las comunidades indígenas del Cabildo Mayor Indígena de la Zona del Bajo Atrato (Camizba).
En noviembre de 2018, autoridades del pueblo Emberá-Dobidá, y funcionarios de la Agencia Nacional de Tierras acordaron en Bogotá que esta última viajaría al Bajo Atrato chocoano para medir y aclarar los límites del resguardo Peñas Blancas-Río Truandó.
Sin embargo, según manifestaron autoridades indígenas, la ANT aún no ha ido, alegando problemas de seguridad en la zona.
Este portal quiso conocer la versión de la ANT y al cierre de este artículo no fue posible obtenerla. No obstante, estamos prestos a publicarla cuando la envíen o accedan a hablar con alguno de nuestros periodistas.
A la CCJ, explicó la abogada, le queda otra estrategia para conseguir que las autoridades respondan positivamente la ampliación del resguardo y, de paso, definan sus límites. Planean documentar cómo estas comunidades han sido gravemente perjudicadas por el conflicto armado, que los ha obligado a desplazarse, a aguantar hambre y generado carencias por estar confinadas en sus territorios sitiados por los actores armados, además de padecer el reclutamiento de sus jóvenes a la fuerza. Con estas pruebas van a presentar el caso ante la Unidad de Restitución de Tierras para que la entidad los reconozca como víctimas de abandono forzado de tierras por culpa del conflicto y así, inicie el proceso de reconocimiento de sus derechos territoriales como pueblo étnico.
Los Emberá-Dobidá asentados en el Bajo Atrato chocoano, fueron declarados como uno de los 34 pueblos indígenas en riesgo de exterminio físico y cultural por la Corte Constitucional en el Auto 004 de 2009, que abordó el tema del desplazamiento forzado de comunidades nativas en el país.
Los Emberá-Dobidá, dijo la Corte, son “víctimas de gravísimas violaciones de sus derechos fundamentales individuales y colectivos y del Derecho Internacional Humanitario (DIH) por cuenta las incursiones de los grupos armados así como la militarización y los bombardeos de los territorios de los indígenas (muchos de ellos considerados sagrados en su cosmogonía); el padecer largos periodos de confinamiento por cuenta de la siembra indiscriminada de minas antipersonal; el éxodo forzado; el reclutamiento forzado de decenas de jóvenes; las amenazas contra sus autoridades y líderes y el asesinato selectivo de ellos”.
El Alto Tribunal ordenó a diversas entidades estatales que, en el término máximo de seis meses contados a partir de la notificación del Auto, formularan e implementaran planes de salvaguarda étnica para cada uno de los 34 pueblos identificados en “peligro de extinción física y cultural”.
“Pero a la fecha, la situación sigue siendo crítica y los derechos de las comunidades indígenas siguen siendo vulnerados, sin que exista una respuesta institucional adecuada y oportuna”, dice la abogada de CCJ.
La violencia no cesa
Mientras comunidades negras e indígenas aclaran los límites de sus territorios, el Eln y las Agc siguen disputándose con gran violencia el control del territorio, causándoles graves daños y sufrimiento a ambos pueblos étnicos por igual.
Los grupos armados entran a territorios colectivos de comunidades negras y de pueblos indígenas, imponiendo restricciones a la movilidad y sosteniendo combates en medio de la población, advierte la alerta de inminencia 019-18 de la Defensoría del Pueblo. Estos grupos también han dado muerte a líderes locales. De los cinco activistas asesinados en 2019 en Chocó, uno pertenecía a comunidades indígenas del Bajo Atrato. Se trató de Aquileo Mecheche, un líder muy querido por la comunidad del resguardo Jagual-Chintadó, quien fue baleado en cabecera municipal de Riosucio el 12 de abril de ese año.
Este asesinato y el hostigamiento constante han llevado, entre enero y septiembre de 2019, a por lo menos 1.800 habitantes, principalmente de los municipios de Juradó (971 personas); Medio San Juan (307); Litoral del San Juan (417), Nuquí (84) y Bojayá (44), a desplazarse para proteger sus vidas, según información de la Oficina en Colombia de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA).
Explican además los informes de OCHA que ambos grupos armados siembran minas para frenar el avance del enemigo, restringiéndole la movilidad por ríos y caños a la población civil. Entre enero y septiembre de 2019, unas 18.500 personas quedaron confinadas por períodos largos, sin poder salir a sus faenas diarias de caza, pesca y mantenimiento de sus cultivos de pancoger ni acceder a servicios de salud. Esta cifra aumentó en un 40 por ciento frente al número de víctimas del mismo período en 2018.
En 2019, por ejemplo, los resguardos indígenas de Pichindé, Jagual-Chintadó, Marcial y Pueblo Antioquia, de Riosucio; Mamei, Sokerre, Limón y Alto Guayabal, de Carmen del Darién; Dichardí y Santa María de Curiche, de Juradó, padecieron confinamientos durante el mes de marzo por cuenta de los fuertes enfrentamientos entre ‘elenos’ y ‘gaitanistas’.
Las amenazas contra los líderes étnicos tampoco menguan. “El orden público está difícil. Por un lado, entra la guerrilla del Eln a un territorio indígena y dice: ‘Si colaboran con los paracos no respondemos’. Luego llega esto otro grupo y dice: ‘Si vemos guerrilla aquí no respondemos’”, señala un líder de Camizba, quien agrega: “Por esta situación tenemos 10 líderes nuestros amenazados, entre ellos el gobernador de resguardo Peñas Blancas. Hasta yo estoy amenazado. Los gaitanistas me acusan de ser de la guerrilla y los elenos dicen que yo trabajo para los paras”.
A ello se suma el reclutamiento forzado de jóvenes de comunidades indígenas y afros. “En todos los años que hizo presencia las Farc, nos reclutaron cinco indígenas. En los últimos tres años nos han reclutado 38 jóvenes. Los dos están ofreciendo plata a nuestros jóvenes para que ingresen a sus grupos”, denuncia el líder de Camizba.
¿Permitirán las condiciones de orden público que la Agencia Nacional de Tierras (ANT) adelante las labores de deslinde y marcación de límites con mojones que tanto negros como indígenas llevan esperando por años? Es lo que se pregunta tanto el presidente de Camizba como los integrantes de la comunidad Peñas Blancas. Entre ellos Luciano, quien afirma que “si la excusa es que la situación está complicada, pues entonces nunca van a venir, porque por estos ríos se mueven todos: el perro, la culebra, el gato, los buenos, los malos. Y eso nadie, nunca, lo van a controlar”.
La responsabilidad del Estado es tanto mayor en este caso, pues fueron sus propias decisiones las que crearon las desavenencias entre pueblos hermanos.
*Se omite la identidad real de la fuente para proteger su integridad
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Investigación adelantada con el apoyo de la CCJ y recursos del Programa de Justicia para una Paz Sostenible de USAID.