Tierras

La parábola de los campesinos reclamantes de tierra del Naya

Por: Ricardo Cruz

Los labriegos fueron desterrados en abril de 2001, tras una cruenta incursión paramilitar. Ahora reconstruyen sus historias para presentarlas ante la Unidad de Restitución de Tierras con el fin de que sean reconocidos como víctimas de abandono forzado. Curiosamente, ninguno quiere volver a pisar esas tierras, que encierran dolorosos recuerdos y continúan siendo escenario de violencia.
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Edilma Medina se tomó su tiempo para responder. Se recostó en el espaldar de la silla, unió sus manos con fuerza, suspiró hondamente y luego de mirar al horizonte por unos segundos confesó que sí, que le gustaría apostarle al proceso de solicitud de restitución de tierras que, desde finales de 2018, lidera un grupo de líderes campesinos expulsados hace poco más de 18 años de la región del Naya durante una cruenta arremetida paramilitar.

Se trata de una iniciativa sui generis, pues es la primera vez que colonos campesinos que habitaron esta convulsionada zona del suroccidente del país se organizan para ejercer un derecho que hasta hace muy poco creían no tener: solicitar ante jueces especializados que los reconozcan como víctimas de abandono forzado de tierras y, en consecuencia, les restituyan los predios que labraron, cultivaron, poseyeron y, en unos cuantos casos, compraron, y que debieron dejar abandonados en aquella trágica Semana Santa de abril de 2001, cuando un comando armado del Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) desató un infierno en aquellas montañas.

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Foto: Eduard Hoyos Giraldo.

Ya 22 familias campesinas se han sumado al proceso. Edilma reitera, sin dejar manto de duda, que “sí me gustaría que me reconocieran lo que perdí. Pero yo por allá no vuelvo nunca más, así me restituyan”. Razones tiene para pensar así. Lo que vivió hace casi dos décadas le dejó profundas cicatrices que aún no sanan, mientras que la violencia que campea en el presente en el Naya le genera un miedo tan grande como el que sintió en aquellas épocas, cuando tuvo que abandonar la región.

De allá salió huyendo de la guerra a finales del año 2000, cuando uno de los tantos grupos armados que se disputaban a sangre y fuego la región asesinó a su esposo, Pedro Yuquilema, un ciudadano ecuatoriano que decidió probar fortuna en tierras colombianas. Ocurrió el 8 de diciembre de ese año. Edilma recuerda que ese día su cónyuge se movilizaba en un vehículo de transporte público por la vía que del corregimiento La Playa, en el Alto Naya, conduce al corregimiento El Ceral. Allí había un retén ilegal instalado por un grupo armado. Luego de obligar a descender a los ocupantes, asesinaron a Yuquilema.

Tras perder a su esposo, Edilma decidió radicarse en Santander de Quilichao (Cauca), dejando a tres de sus siete hijos encargados de atender el negocio que había levantado hombro a hombro con Pedro. Se trataba de un almacén que servía de supermercado, ferretería, droguería, tienda veterinaria, de insumos agrícolas y otras variedades más, que los dos abrieron pocos años después de radicarse en el corregimiento La Playa, jurisdicción del municipio de Buenaventura, Valle del Cauca, considerado en aquel entonces la “capital del Naya”, tanto por ser el caserío más poblado de toda la región como por concentrar allí todos los intercambios comerciales de los pobladores.

“En 1983 decidimos irnos para La Playa. Allá compramos un terreno, de palabra y sin papeles, como se hacían todos los negocios en ese entonces. Construimos una casa. Cómo quedaba en toda una esquina, entonces estaba muy bien ubicada. Todo el que llegaba a La Playa era eso lo primero que veía. Allí montamos un negocio y, pues claro, la ubicación favoreció mucho al negocio. ¡Vendíamos de todo!: abarrotes, productos agrícolas, herramientas, herbicidas, abonos. Se vendía muy bien; se vivía mucho mejor”, recuerda.

El conflicto armado volvería a tocar las puertas de su hogar cuatro meses después de su destierro: “Me enteré de la masacre estando en Santander (de Quilichao). Iba enviarles una encomienda a mis hijos con un transportador amigo mío cuando me dijo: ‘doña Edilma, ¿usted no sabe lo que pasó? Eso fue como un jueves, no recuerdo bien. A mí me agarró un miedo por mis hijos. Pero luego comenzaron a llegar los desplazados y ahí venían ellos”.

Pocos días después se enteraría que, durante la incursión, lo paramilitares saquearon su vivienda y su negocio. Se llevaron enseres, dinero, mercancías. Pero su dolor sería aún más intenso siete meses después, cuando recibió aquella extraña llamada.

“Eso fue como a finales de noviembre de 2001. Llamaron, contesté el teléfono y un tipo me fue diciendo: ‘¿dónde están los papeles de la casa? Que hiciera el favor de entregar los papeles’. Yo le dije que no sabía dónde estaban, que eso los mantenía mi esposo y que después de su muerte yo no tenía ni idea. Después me volvieron a llamar en 2002, en abril, a decirme lo mismo, pero en tono ya amenazante”.

Fue ahí cuando decidió radicarse en la ciudad de Bogotá, donde terminó de criar a sus siete hijos. Hace pocos años retornó a Santander de Quilichao. Y hoy solo sabe que, pocos años después del éxodo masivo, colonos provenientes del Caquetá y Putumayo llegaron a poblar la región; que la propiedad que alguna vez fue suya fue vendida y que allí funciona un negocio aún más grande del que tuvo en el pasado. Todo ello lo sabe de oídas, pues desde que salió del Naya, nunca más ha vuelto a poner un pie en la región.

Tierra Promisoria

La cuenca hidrográfica del río Naya, que a su vez conforma la región conocida con el mismo nombre en el suroccidente colombiano, es un vasto territorio de por lo menos 300 mil hectáreas que se extiende desde las costas sobre el Pacífico de Buenaventura (Valle del Cauca), se interna en el norte del Cauca siguiendo el cauce de los ríos Naya, Yurumanguí y San Juan de Micay, hacia los municipios de López de Micay y Buenos Aires, para terminar en las estribaciones de la cordillera Occidental.

Tal como lo documentó el Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA) en su informe El Pacífico colombiano, el caso Naya, esta región ha sido territorio ancestral del pueblo indígena Eperara Siapidaara. A ellos se les sumaron, durante los años de la Conquista y luego La Colonia, negros traídos desde África como esclavos para trabajar en los enclaves mineros que los españoles instalaron a lo largo de los ríos Yurumanguí y Naya. Con la abolición de la esclavitud, en 1851, los negros formaron asentamientos en la parte baja y media de la cuenca del río Naya.

Luego llegaron los Nasa. En el Alto Naya encontraron refugio a la violencia que los desterró de sus resguardos, ubicados sobre la cordillera Occidental, durante los primeros años de la década del cincuenta del siglo XX, cuando liberales y conservadores protagonizaron una guerra fratricida que enlutó a buena parte del territorio nacional. Fue también por este mismo tiempo y por las mismas circunstancias que al Naya comenzaron a llegar campesinos provenientes de Cauca, Valle del Cauca, Eje Cafetero y Tolima, que fueron ocupando baldíos, sobre todo en el Alto Naya.

Durante décadas, negros, indígenas y campesinos conformaron un rico mosaico intercultural e interétnico que les permitió vivir como si fuesen una sola comunidad. De hecho, eso fue lo que más le impresionó a Hugo Giraldo, hombre de figura menuda y voz aguda quien conserva algo de su acento paisa, cuando ingresó por primera vez al Naya en 1983: “Todo era por igual, no había diferencias entre afros, indígenas o campesinos”, dice. Por aquellos años, este comerciante, oriundo del norte del Valle, estaba dispuesto a buscar fortuna en esas tierras inhóspitas y olvidadas por el Estado.

La exuberancia de los paisajes, la calidez de sus gentes y la fecundidad de la tierra fueron cautivando a Hugo, quien terminó convertido en reconocido líder territorial y en docente de una institución educativa del Alto Naya, conformado por unas seis veredas pertenecientes al corregimiento La Playa. Allá compró un pedazo de tierra donde levantó su vivienda.

Como todos los colonos de la región, Hugo terminó involucrado “en cuerpo y alma” con el trabajo comunitario. Fue uno de los que lideró la conformación de la Asociación de Juntas de Acción Comunal del Alto Naya (Asojuntas), la forma asociativa creada por los lugareños que acogió por igual a negros, indígenas y campesinos en tiempos donde la Ley 70 (de 1993) era una utopía y los Nasa aún no tenían pretensiones de conformar su propio resguardo. Desde esa organización comunitaria se gestionaron acciones para abrir caminos y construir puentes, colegios y casetas comunales. En síntesis, para sentar las bases de los cimientos del Estado colombiano en aquellos parajes.

No era tarea fácil la que tenían los líderes comunitarios pues, para los años ochenta, según recuerda Hugo, la región ya era zona de retaguardia y aprovisionamiento de las guerrillas. La fácil conexión entre el andén Pacífico y las cordilleras Occidental y Central que permite esta región explica el interés que ha despertado entre los grupos armados ilegales el control territorial, militar y social del Naya.

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Foto: Eduard Hoyos Giraldo.

Años turbulentos

La primera guerrilla en llegar al territorio fue las Farc, finalizando la década del setenta del siglo pasado. Poco después incursionaron tanto el Eln como el M-19. Pero serían los ‘elenos’ quienes terminarían imponiéndose como “autoridad de facto” al finalizar el siglo XX. El fortalecimiento militar que experimentó este grupo subversivo lo llevó a lanzar una ofensiva armada hacia el sur del Valle del Cauca, norte y centro del Cauca y el Litoral Pacífico.

La mayor demostración de esa ofensiva fue el secuestro de 180 feligreses congregados en el templo católico La María, del barrio Ciudad Jardín en las afueras de la ciudad de Cali, el 30 de mayo de 1999. La acción armada fue realizada por hombres del Frente José María Becerra del Eln. Decenas de plagiados fueron llevados por trochas hasta el Parque Nacional Natural Farallones, al sur de la capital vallecaucana. Tras la presión de la Fuerza Pública, un grueso número de secuestrados fueron liberados pocos días después mientras que unos cuantos continuaron en cautiverio, por quienes el grupo guerrillero pidió el pago de rescates para su liberación.

Posterior al plagio masivo, a la zona rural de Tuluá, ubicada en el centro de Valle del Cauca, llegaron 50 paramilitares de las Autodefensas Unidas de Córodba y Urabá (Accu), por petición de narcotraficantes y empresarios de las región, que padecían el azote de los grupos guerrilleros en el departamento. 

Al año siguiente, Hebert Veloza, alias ‘HH’, asumió las riendas de ese grupo que fue bautizado como Bloque Calima, y empezó su expansión hacia el puerto de Buenaventura y el norte de Cauca, teniendo el área rural de Buenos Aires y Santander de Quilichao como su centro de operaciones.

Con su presencia en Buenaventura y en Buenos Aires, los paramilitares crearon una tenaza sobre el Naya y cercaron todas las vías de acceso tras considerar que en esa refugiaba la guerrilla. Montaron retenes ilegales para restringir entre los pobladores el ingreso de mercados, abarrotes e insumos agrícolas. Los paramilitares prohibieron remesas mayores de 50 mil pesos y exigieron el pago de ‘impuestos’ para el ingreso de determinados productos. Los asesinatos selectivos y los combates eran el pan de cada día.

“Luego retorné y en 2001, cuando la masacre que hicieron los ‘paras’, fue que salimos todos del Naya”. Aún hoy es difícil determinar cuántas personas en total fueron víctimas de desplazamiento forzado e, incluso, cuál fue el número total de muertos que dejó la incursión de los paramilitares del Bloque Calima esa Semana Santa de 2001.

De acuerdo con lo documentado con la Fiscalía 18 de Justicia y Paz, 23 fueron las personas asesinadas y 3.200 las personas expulsadas de sus tierras. “Pero fueron mucho más”, enfatiza Hugo mientras cierra su puño derecho, extiende su índice y dibuja en el suelo un círculo imaginario para señalar que “los ‘paras’ se llevaron mucha gente y la fueron arrojando por los barrancos o las mataban y las tiraban a los ríos. Yo digo que fueron por lo menos 100 las personas asesinadas”.

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Foto: Eduard Hoyos Giraldo.

Un Retorno Fallido

Fue el propio Hugo Giraldo quien, a mediados de 2004, lideró un retorno sin acompañamiento estatal de campesinos al Naya. Cerca de 200 personas cansadas de andar como “judíos errantes”, pasando penurias en pueblos extraños, se sumaron al plan. Pero a su regreso, la región ya era otra. Sus tierras estaban ocupadas por colonos provenientes de Caquetá y Putumayo. La hoja de coca para uso ilícito se esparció como maleza por la región, reemplazando a la yuca, el maíz, el plátano, la papa y la caña. El Eln ya no era ‘Dios y Ley’; ya eran los temidos frentes 6 y 30 de las Farc los que decían qué se podía hacer y qué no.

Como si fuera poco, en diciembre de ese mismo año, a 190 kilómetros del Naya, en la finca Jardín del corregimiento Galicia, municipio de Bugalagrande (Valle del Cauca), 543 paramilitares pertenecientes al Bloque Calima de las Auc se desmovilizaban ante el entonces Alto Comisionado de Paz, Luis Carlos Restrepo. La salida de los paramilitares del escenario bélico estuvo lejos de ser una buena noticia.

Rápidamente surgieron nuevos grupos armados, integrados por desmovilizados reincidentes y otros ‘paras’ que no se desmovilizaron, que comenzaron a responder a los apelativos de ‘Urabeños’, ‘Rastrojos’, ‘La Empresa’. Cada uno de ellos estaba dispuesto a matar o morir por el control de todos los eslabones del negocio del narcotráfico. A ello se sumó una ofensiva de las Farc por recuperar los corredores estratégicos en el suroccidente del país que el Bloque Calima les arrebató. Entre los intereses criminales de unos y otros quedaron los pobladores del Naya.

“Ya para ese entonces las que mandaban eran las Farc, aunque se escuchaban también ‘Los Rastrojos’. Y la región estaba ‘llenita’ de coca. ¡Todo mundo estaba dedicado a sembrar coca! Además, en la región la transformaban, la procesaban y por ahí mismo la sacaban, entonces, para esos grupos era muy importante el Naya”.

Comenzó así una nueva oleada de violencia caracterizada por el incremento de las amenazas de muerte, los asesinatos selectivos, los desplazamientos individuales, que paulatinamente se fue extendiendo desde los municipios ubicados a orillas del Litoral Pacífico hasta Suárez, Caloto, Puerto Tejada, Buenos Aires y López de Micay.

Quienes más sintieron el rigor de las nuevas expresiones violentas fueron los líderes de las víctimas del Naya. “¿Ha visto lo que viene ocurriendo con los líderes sociales en Colombia?”, se pregunta Hugo, quien seguidamente responde que “aquí (en Cauca) eso no es de ahora, esa violencia viene de hace años. De hecho, por eso fue que salí desplazado nuevamente del Naya, cuando mataron a mi amigo Alexander Quintero”.

En efecto, el 23 de mayo de 2010, sicarios que se movilizaban en una motocicleta acribillaron a Alexander Quintero, mientras caminaba por una céntrica calle de Santander de Quilichao en compañía de su familia. Al momento de su muerte, era miembro de la Unión Territorial Inter Étnica del Naya (Utinaya) y presidente de la Asociación de Juntas de Acciones Comunales del Alto Naya (Asojuntas).

Solo un par de semanas antes de su asesinato había denunciado ante diferentes entidades estatales cómo la violencia seguía campeando en el Naya, cómo los líderes y la población civil estaba quedando en medio del fuego cruzado protagonizada por bandas herederas del paramilitarismo y las Farc. Era, además, una de las voces más visibles de las víctimas de la masacre del Naya ante los tribunales de Justicia y Paz, donde se juzgaron a los paramilitares desmovilizados del Bloque Calima, a quienes constantemente les exigió que contaran la verdad de aquel atroz crimen y que repararan a los sobrevivientes.

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Foto: Eduard Hoyos Giraldo.

Presente tortuoso

Nueve años después de la muerte de Alexander Quintero, poco o nada ha cambiado para los pobladores del Naya. Ni siquiera la firma del Acuerdo de Paz entre la extinta guerrilla de las Farc y el Estado colombiano a través del gobierno de Juan Manuel Santos, en noviembre de 2016, se tradujo en paz y desarrollo para la región. Tras la dejación de armas del grupo subversivo, nuevas expresiones armadas surgieron en el territorio con intenciones de dominio y poder.

De ello dio cuenta el Sistema de Alertas Tempranas (SAT) de la Defensoría del Pueblo, en Alerta Temprana de Inminencia 050-18, de junio de 2018. En este documento, llama la atención de autoridades civiles, militares y policiales por el riesgo de vulneración de derechos de los pobladores de la cuenca del rio Naya por cuenta de la presencia y el fortalecimiento de estructuras disidentes de la antigua guerrilla de las Farc, así como la guerrilla del Eln y la organización denominada Epl, llamada por el gobierno nacional como ‘Los Pelusos’.

“Así, ha surgido una disidencia del Frente 30 de las Farc; también se registra presencia del ELN, el EPL y recientemente se ha tenido conocimiento de la posible presencia de la disidencia Guerrillas Unidas del Pacífico (GUP). Entre la parte alta y parte baja del Naya también se ha configurado un grupo denominado Frente Unido del Pacífico (FUP), conformado por disidentes del Frente 30 de las Farc”, reseña el SAT en su informe.

De acuerdo con el SAT, “los mencionados grupos armados ilegales se encuentran en disputa por el corredor de movilidad que comunica los departamentos del Valle y Cauca por la cuenca del río Naya, zona geoestratégica para el transporte de derivados de la producción de coca. Su influencia violenta ha provocado restricciones a la movilidad de las comunidades del Bajo Naya, quienes se ven compelidos a limitar el tránsito al desarrollo de sus tareas comunitarias de pesca, minería y agricultura”.

A lo anterior se suman las versiones entregadas por tres líderes del Alto Naya a VerdadAbierta.com, según las cuales, el cartel mexicano de Sinaloa tendría emisarios y hombres armados en el Naya para labores relacionadas con el narcotráfico. Este portal se abstiene de publicar los nombres de los líderes por razones de seguridad.

Se trata de una presunción para nada descabellada si se tiene en cuenta que, según el más reciente monitoreo de presencia de cultivos ilícitos en Colombia, realizado por la Oficina en Colombia de las Naciones Unidas contra las Drogas y el Delito (Unodc), entre los tres municipios que conforman la región del Naya (Buenos Aires y López de Micay, Cauca; Buenaventura, Valle del Cauca) suman un total de 2.431 hectáreas sembradas con hoja de coca, siendo López de Micay el más afectado por este flagelo, con unas 1.319 hectáreas.

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Foto: Eduard Hoyos Giraldo.

Todos tras la tierra

Mediante Resolución 06640 del 10 de diciembre de 2015, el entonces Instituto Colombiano de Desarrollo Rural (Incoder) adjudicó un título colectivo por 177 mil 817 hectáreas al Consejo Comunitario del Río Naya. Se trata de una conquista histórica para los afros de la cuenca baja y media del río Naya que benefició a por lo menos 64 comunidades que aglutinan a unas 17 mil personas.

Aunque la solicitud de titulación se presentó formalmente en 1999 ante el desaparecido Instituto Colombiano de Reforma Agraria (Incora), un litigio heredado desde el siglo XIX con la Universidad del Cauca y el éxodo masivo tras la masacre de los paramilitares, impidieron avanzar con mayor celeridad en el trámite. El Alma Mater alegaba que contaba con un título de propiedad sobre 97 mil hectáreas, otorgado en 1827 por el propio general Francisco de Paula Santander como pago por permitir usar sus instalaciones durante la campaña libertadora.

En septiembre de 2000, la Universidad del Cauca expresó su desacuerdo con la solicitud de la comunidad afro. Un año después, los paramilitares del Bloque Calima perpetrarían la masacre, causando el destierro de más de tres mil personas, entre ellas, las comunidades negras. Así, el proceso quedó suspendido casi ocho años, período en el que el Incora fue liquidado y reemplazado por el Incoder. El Consejo Comunitario tuvo que esperar una decisión de fondo del Consejo de Estado, que en 2009 extinguió el título de propiedad de la Universidad del Cauca; y esperar que el Incoder retomara desde cero el proceso de solicitud de titulación, que finalmente vio la luz en diciembre 2015.

Pero lo que en apariencia fue una solución esperada, tiende a complicarse. Marcos Fidel Mosquera, coordinador del área de planeación de la Asociación de Cabildos Indígenas del Cauca (ACIN), explicó que el pueblo Nasa solicitó ante la Agencia Nacional de Tierras (antiguo Incoder) la creación de dos resguardos en el Alto Naya: El Playón Naya, que constaría de un área de 30.892 hectáreas; y El Sinaí, de 4.818 hectáreas.

A los indígenas se suman en esas pretensiones los campesinos, quienes ven en la restitución de tierras amparada por la Ley 1448 de 2011, una posibilidad de recuperar las tierras que perdieron durante la arremetida paramilitar. “Estas personas ni siquiera sabían que tenían derecho a la restitución. Por ello ni siquiera están inscritos en el Registro de Tierras Abandonas y Despojadas”, declara Lizeth Moreno, abogada de la Comisión Colombiana de Juristas, quien acompaña jurídicamente a los labriegos que llevarán sus casos ante la Unidad de Restitución de Tierras.

Pero uno de los principales retos que enfrenta este proceso es la falta de información. “En el Naya no existe registro catastral. Allá no hay Estado. No se sabe cuántos predios hay. Además, porque figuran como baldíos de la Nación. Son excepcionales quienes tienen título. Los negocios de compraventa de tierras se hacían, todos, con el aval de las Juntas de Acción Comunal, y con el desplazamiento masivo, todos esos registros se perdieron”.

El proceso cuenta con un entusiasta defensor, Hugo Giraldo, quien se “echó la tarea al hombro” de buscar a las familias campesinas, “echarles el cuento” de la restitución y convencerlas para que se sumen al proceso. “Los afros ya hicieron su proceso y los indígenas están en el de ellos y ¿nosotros los campesinos? ¿Quién habla por nosotros? Nos toca a nosotros mismos”.

Sin embargo, no es tarea fácil la que tiene Hugo entre manos. Tras la masacre, comenzó una diáspora que desperdigó a las familias expulsadas del Naya por todo el suroccidente colombiano. Cali, Popayán, Buenaventura, Dagua, Puerto Tejada, Jamundí, Santander de Quilichao, Timba, Timbío y Caloto, son algunos de los municipios donde este líder deberá ubicar a quienes salieron desplazados hace 18 años.

A ello se suma la realidad de la región, donde aún reina el abandono estatal; la hoja de coca para uso ilícito emerge como la única alternativa económica para sus pobladores; y persiste la presencia de nuevas expresiones armadas surgidas tras las desmovilizaciones de paramilitares y guerrilleros.

Y tiene razón. Gloria Toro y Apolinar Yatacué, por ejemplo, también tuvieron que huir del Naya para salvar sus vidas aquella Semana Santa de abril de 2001. Ella dejo atrás una pequeña finca de tres hectáreas en la vereda Sinaí, la misma que colonizó cuando llegó a la región, promediando los años ochenta; y él, una hacienda de 200 hectáreas que construyó su padre cuando llegó como colono, en la década de los cincuenta, a la vereda Loma Linda. Ninguno de los dos logró llevar nada consigo: ni animales, ni enseres, mucho menos dinero, ropa o comida para el trayecto.

Ambos se instalaron en Santander de Quilichao y, desde entonces, no han vuelto a pisar las tierras del Naya. Ni quieren volver a hacerlo. “La verdad yo por allá no vuelvo”, responde Gloria, quien guarda silencio por unos segundos, mira el suelo detenidamente y, tras levantar la mirada, dice secamente: “La verdad no quiero seguir hablando de eso”. Con todo y ello, ambos sienten que les asiste el derecho de solicitarle a un juez de tierras les reconozca lo que perdieron por cuenta de la violencia paramilitar, así sea con tierra en otra parte. “Pues si a uno le dan tierra por aquí cerquita, sería muy bueno”, asiente Gloria.

“Mi hija me dice que yo tan vieja para que me voy a poner en esas, que lo que alguna vez tuvimos ya se perdió, que sigamos adelante”, asiente por su parte Edilma Medina, mujer a la que la guerra le arrebató su esposo, su vivienda y su negocio, pero que, con tono bajo, pero seguro, afirma, “yo sí quiero hacerlo, así sea una lucha más simbólica”.

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Investigación adelantada con el apoyo de la CCJ y recursos del Programa de Justicia para una Paz Sostenible de USAID.

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